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Giuseppe Tornatore. La mejor oferta del arte con cortina de humo al fondo


Giuseppe Tornatore

Una vez descorchada la botella, ausente ya de las salas y aspirante a formar parte del archivo de la historia del cine, me atrevo a comentar una de las películas que más me ha llamado la atención en los últimos tiempos. Me refiero a La migliore offerta, de Giuseppe Tornatore. Al margen de su especificidad cinematográfica, que la tiene, sin duda destaca por su transversalidad y por su confluencia de géneros y temas.
       Ya pasan veinticinco años desde el estreno de Nuovo Cinema Paradiso, primera película del directorun periodo de complejos años en los que la superación de la nostalgia que nos ofrecía allí, la invitación a mirar al presente de los tiempos modernos desde un recorrido por el cine de la segunda mitad del siglo xx, encontraría nuevamente, hoy, en nuestro presente crítico, la encrucijada de otro callejón contradictorio.

Fotograma de la película Nuovo Cinema Paradiso
         La reflexión del cine sobre su propio presente en la década de 1980 enlaza ahora con la reflexión del arte sobre su sentido actual, en cualquiera de sus dimensiones. Aquella apelación al mundo de la vida fuera de la inmovilidad que la cultura había producido tradicionalmente, y que el cine protagonizaba como vanguardia de  la sociedad de masas y del arte en general, se confunde hoy de nuevo con un extraño pastiche de hibridación, al que no escapan ni la misma nostalgia ni la exaltación de la vida cotidiana. Es el colapso, entre otros, del problema del valor, y por tanto de la conmutabilidad de lo verdadero y lo falso, de lo superfluo y lo necesario.


Entre la sucesión de besos de la escena final de Nuovo Cinema Paradiso, cuyo colofón celebraba el triunfo de la modernidad en el cine, y la situación actual, efervescente en su confusión, Tornatore ha vuelto a hacer una reflexión sobre el sentido de la creación artística, es decir, ha retomado y actualizado el problema de base de su opera prima en los tiempos actuales. Y lo ha llevado a cabo en dos diferentes planos: uno formal en el que, en ninguna de sus dimensiones, escatima la continua cita a los géneros, los recursos, los cineastas y las estéticas que perviven y eclosionan hoy en el código genético del cine desde su pasado moderno; y uno temático, en el que acoge uno de los nudos actuales de la crisis de la cultura en general: el paso de la crisis moderna del arte a la crisis del arte en la época de su propia descomposición. El problema de la actualidad del valor.

Fotograma de Nuovo Cinema Paradiso

En un espacio en el que ha dominado permanentemente esa potente categoría de lo válido tanto en el territorio de la nostalgia como en el del mercado: en uno cobrando forma de fetiche y en otro la forma de un factor especulativo, la actitud recurrente ha sido determinar la falsificación. Delimitar lo falso serviría para despejar la autenticidad de lo que fue y será, por siempre, verdadero. Apoyados en la nostalgia, eludimos lo falso del sentido temporal de la vida y de la historia; mirando al mercado, nos curamos contra cualquier déficit que pudiera limitar el posible beneficio, además de pasar a estimulamos y lograr que alcance un valor exponencial.


Virgil Oldman, protagonista de La mejor oferta, en un fotograma de la película

El protagonista de nuestra historia es un digno representante de ese doble paradigma: Virgil Oldman es un solitario y excéntrico experto en arte, reconocido en todo el mundo. Tasa, subasta y reconstruye antigüedades y obras de arte. Su psicología abre una drástica distancia física y emocional ante todo lo que le rodea. Sus guantes evitan que nadie ni nada toque sus manos, marca de su capacidad para aislar con seguridad el valor de las cosas. Exquisito en ropa, paladar e instinto para rodearse de cosas bellas, su eminencia ha obtenido con el paso de los años una valiosa colección de cuadros adquiridos en subastas con la complicidad de un socio. La pasión secreta del señor Oldman (un «viejo hombre» de toda la vida) consiste en disfrutar sus pinturas en absoluta soledad. Frente a su colección de retratos de mujeres pintadas a lo largo de siglos, se siente seguro, en su universo creado para observar rostros femeninos por los que se siente mirado. Su colección posee el secreto del valor auténtico e íntimo de las obras, así como el de un alza potencial en la cotización del mercado, la que aporta un conjunto de piezas cada vez más compacto y valioso que él guarda con celo en una cámara acorazada.




Y aquí precisamente se reduplica y complica el tema del valor que, casi por alquimia, ha conseguido fundir en un conjunto. Su limpia determinación de la falsificación de una obra incluye una ambigüedad de cara a sus clientes, gracias a la cual él puede comprar a la baja obras que solo él sabe que valen más. En el fondo, necesita crear una sombra de falsificación (ambigüedad) para lograr el valor más absoluto, es decir, necesita velar el secreto de la autenticidad para tenerla controlada, aunque con ello en cierto modo la relativice. Es determinante con aquello que no le interesa, pero no del todo definido con aquello que se fija en su punto de mira. En nuestro mundo económico esto es una moneda común, y, en él, cada vez más no sólo se salvaguarda el valor, sino que se mantiene en un constante crecimiento mediante la especulación de su secreto. Esta sombra ha perseguido al arte y a la cultura hasta nuestros tiempos, y constituye la mayor fuente de monopolio económico y mercantil de la cultura, al tiempo que aporta la mayor causa de debilidad e improductividad de cualquier manifestación creativa. Una especie de prisión para el saber sostenible.



      En esta ambigüedad se muestra precisamente la fisura que introduce a nuestro protagonista en una trama de thriller, similar a la del ambiente actual de nuestra contemporaneidad, donde lo auténtico corre el riesgo en fracciones de segundo de convertirse en falso, o incluso en extraordinariamente más verdadero de lo que antes era. Obsérvese que la ambigüedad siempre está latente en sí misma en la obra de arte, falsificada o no, pero que serán en último extremo la ocultación, la privatización, la explotación y el almacenamiento y la gestión especulativa de su secreto los que determinen su carácter problemático. Todas las falsificaciones tienen algo de auténticas, y la sensibilidad que late en ellas es la que puede hacerlas inflacionar o deflacionar. Cosa no necesariamente negativa. Asimismo, casi toda falsificación termina por descubrirse, normalmente por un pequeño trazo que termina por delatar la verdadera sensibilidad del creador-falsificador. Lo dice el propio Oldman: El falsificador no puede evitar traicionarse a sí mismo dejando su huella, un simple cambio en la pincelada que descubre su sensibilidad. Eso es algo que solo parece pasarle a los artistas y las obras de los que el agente de subastas hace la valoración, y no a él mismo, pero «su sensibilidad», y hasta su colección, quedarán expuestos al punto de mira en cualquiera de los movimientos que realice, y sobre todo en su limitado mundo de relaciones, donde al final siempre deberá mostrar alguna de las cartas de su juego. Porque en su asepsia también hay juego.


       En efecto, el valor nos remite sin remedio al necesario e inevitable juego del arte con la realidad, a su inflación o deflación, a la salida desde su aislamiento a la vida cotidiana, al paso y la salida que Tornatore observaba en el cine de la modernidad de la segunda mitad del siglo XX, aquel que después se tornó tan confuso al final del milenio. Nuestro experto en arte venera profundamente sus lienzos y sus ensoñaciones, pero ningún lienzo llena su vacío, impotente en su ambigüedad sostenida; todos cuelgan de un espacio en blanco, del último hueco del cubo-caverna de su cámara acorazada intemporal. No sabe cómo gestionar la vida real y, aunque más allá de su voyeurismo íntimo tenga la profunda necesidad de salir a la vida con ello, de evolucionar con el valor actualizado de su obra más allá de su aislamiento, es alguien temeroso, perdido y profundamente ambicioso, fáustico. Que al final quiere salir por una nueva puerta falsa al otro lado del espejo. La mejor oferta trata precisamente de la inversión de esa apoteosis global del secreto, de la implosión de la sombra del arte en su huida de la ambigüedad esencial de la obra, del recorrido por los riesgos a los que deberá someterse el pensamiento una vez comenzado ese thriller digno de un Fausto goethiano. La mejor oferta habla de blindajes rotos, pero también del peligro (no gratuito) de modernizar lo clásico, e igualmente de la (también necesaria) ulterior responsabilidad ante las lecturas calidoscópicas de este complejo mundo contemporáneo destapado.



          En cierto modo, salir a la realidad con la obra (algo moderno) significa cargar con su frágil ambigüedad, con su inflación o deflación reales. En nuestro mundo, esto puede alcanzar tintes de thriller con encanto o aires de pesadilla: esto explica porque la modernidad de obras como Nuovo cinema paradiso pudo llegar a atascarse en el tiempo en un nuevo laberinto de valor. De acuerdo que el arte no absorbe la realidad, y que más bien constituye una realidad modulada por un doble juego de apariencias; gracias a esto ampliamos o reducimos los límites con la realidad, y aquí se juega nuestra capacidad simbólica. Sin embargo, establecer la ficción como destino y como único parámetro del juego artístico, es reducir el arte a una idealización, y no importa que ésta, en lugar de ser formal o teológica, sea potencial, virtual, o incluso producto de un valor-signo globalizado.

           Nuestro viejo hombre Virgil Oldman opta por entrar en el espejo intentando raptar el mundo representado en él. No afronta en principio el tránsito de atravesarlo, mutado, sino que busca entrar en la más grande de las representaciones y dominarla. Sus retratos de mujeres le dejan «ver» sólo su representación, pero la aparente imposibilidad de ver ese algo «real» le anima a continuar más allá de lo simbólico. La prohibición de ver lo real le invita a desear ver tras las apariencias, y así pierde la distancia pactada con lo otro desde la representación. Aún así, no solo rompe con todas las distancias que su tacto de experto ha construido a lo largo de su vida, sino que lo hace para culminar su obra maestra, quitándole la envoltura e intentando hacer realidad su ficción. Y nada más fácil para ello que encontrar un cómplice al otro lado del espejo. Otro que reclama una intervención, más o menos subrepticia, para cerrar el círculo, complicando la gravedad de un secreto ya demasiado valioso y voluminoso.


         Sin duda, el desencadenante de la trama es la aparición de alguien que complementa el talón de Aquiles del voyeurismo del experto: una chica de psicología agorafóbica, carnalización viva del enclaustramiento de las imágenes que viven entre los marcos de las obras de su colección. Esa joven protagoniza la síntesis de las mujeres de sus cuadros, encerradas para siempre en la autonomía del arte y en su museo privado, que ahora parecen poder salir del lienzo hacia el presente de lo nuevo. Pero poco a poco el fetichismo compartido irá mermando las capacidades del protagonista, hasta lograr que no sepa diferenciar la autenticidad de los sentimientos, ni determinar si estos también han sido fingidos. Duda de si su axioma sobre la falsificación funciona también en las relaciones humanas, y observa que allí no hay detención posible, porque el amor, la psicología y el comportamiento son obras en continuidad que solo se despejarían en un hipotético acabamiento. A pesar de todo, la intensidad de lo real es tal que le anticipa un posible final de recorrido: cuanto más difícil le resulta la meta de dulcificar la agorafobia, más real se torna el objeto de su voyeurismo. Aspirar a lo imposible, lo doloroso y lo apocalíptico, lo nunca imaginado, lleno de imágenes catastróficas y dramáticas, parece más cercano a la probabilidad de éxito con lo real. Surge la posibilidad de prescindir de la escalera y de la máscara y de no cansarse de imaginar previamente algo fuerte para que realmente no suceda, al menos del modo que tememos. Y con ello aparece la imposibilidad de diferenciar la parte de mentira que contiene su posible verdad, así como el riesgo de exposición que contiene cualquiera de nuestras ficciones interiores. La juventud de la chica se sitúa así en paralelo con la del joven relojero que ayuda como confidente a nuestro marchante, y ambos conducen a nuestro viejo hombre a las puertas de la contemporaneidad, como si de sus legítimos herederos se tratase, como si a su proceso de desblindaje le correspondiera en plena justicia una nueva Toma de la Bastilla.  


              Sin embargo, como en el montaje del muñeco mecánico servido indicio a indicio, pieza a pieza (apariencia a apariencia) y cuya perspectiva de descubrimiento, intriga y completud final nos transmite la sensación de estar cada vez más próximos a lo real, la última ficción del arte contemporáneo oculta también su simulación, con la promesa de un desvelamiento final, aunque sea de modo simbólico. Estaríamos así ante la mejor oferta del arte de todos los tiempos, la del regalo de su aparente reversibilidad. Sin embargo, el peligro de aspirar a la mejor oferta de no asumir la convencionalidad y el uso de su valor, la fragilidad de la ambigüedad representativa, el precio de hacerla atravesar por la realidad es el precio que tendrá que pagar nuestro experto con la desaparición de sus cuadros y la imposibilidad de reclamar algo que para todos era inexistente, un secreto, una sombra, un hilo de apariencia. Del mismo modo, sus captores se llevan el secreto adherido en su botín: la misma absoluta inexistencia, simple valor signo, clandestinidad. El amante de lo auténtico ha sido vencido por la más difícil imitación, la que «realiza» lo ideal. Del mismo modo, el robo ha sido posible por un nuevo encerramiento del secreto en una nueva burbuja, en la que se han recortado las posibles aristas de su materialización.


Hasta los últimos segundos no queda montado el puzzle y el ensamblaje de su juego de sombras. Si bien Tornatore siembra pistas para decirle al espectador que nada es lo que parece, ni siquiera el amor, La mejor oferta no culmina en un final de thriller policial  indefinido, teñido de melancolía, resignación o postrera relatividad, típico de las últimas décadas del siglo xx. Tal posición supondría afirmar la dinámica central del mundo en que vivimos, donde los medios de comunicación aceleran la anestesia y el rechazo de la realidad. Donde todo parece a veces un juego de lotería en el que los perdedores solo pierden si hacen uso real de aquello que aún les queda, y no si lo emplean para continuar probando suerte. Pudiera pensarse que esta película nos ofrece la preferencia de mantenernos en el juego de las apariencias y no arriesgarnos en demasía. Es posible situarse, al menos, de una manera al respecto: la del relojero que sabe vivir con valores cínicos, y no duda de que «todo se puede falsificar», aunque no le importe. 


Sin embargo, este discurso del cínico se cuida muy mucho de acercarse a la realidad: su sueño está calculado. Descarta implicarse en algún nivel de profundidad de lo real: su único modo de esperar de verdad es con una espera falsa. De poco sirve, no obstante, la fantasía si solo funciona cuando es irrealizable: queda así en el terreno de la pura idealidad personal y de la pura pasión vacía. No es cierto que estemos obligados a «irrealizar» lo real; conviene que se vaya rompiendo y rearticulando, y que devenga con el tiempo. Debe estar en uno y otro lado, y en ninguno al mismo tiempo. Es una cuestión de espacio y tiempo: en el tiempo nunca realizable, en el espacio solo cumplido a retazos de coincidencia temporal, sentida sólo a través del velo. La realidad solo se puede constituir como tal no mediante el fracaso de ese imposible, y la reconstrucción de otra ficción, sino mediante las hibridaciones dadas en el devenir de esa fractura en el tiempo. En último extremo, decir que la realidad no existe sería no decir nada: conviene ayudar a la fantasía a acercarnos lo real, a vivir su realidad. No creo que sea cierto que la consistencia de lo real sea el mero intento de tocarlo, la ilusión de una impotencia controlada, la identificación forzada con la fantasía. Ni tampoco el coquetear fantasmáticamente –y mediáticamente– con el acontecimiento puro, con la catástrofe, pensando en que eso nos acercará al núcleo evanescente de la realidad: lo real.
En esta representación, en última instancia, todos son villanos, incluso los verdugos del especulador Oldman, pero nuestro personaje no se entrega finalmente al juego del valor signo, ni da la razón a un pragmatismo mal entendido, sino que se atreve a visitar el propio centro del mecanismo, el corazón de la conspiración, y no para recuperar lo irrecuperable, sino para recuperar la parte actual de lo imposible y la ilusión consciente de aquello que atrae en lo real, presente incluso en el origen. En esta espera, nuestro viejo hombre modernizado no rehuye ya la pequeña parte de verdad imposible que existe en todo simulacro, la mínima verdad presente en su falsificación, aunque sea para descubrir un nuevo camino que explorar. Una espera así nunca es satisfecha en el tiempo, pero sí parece tangente al espacio en los momentos de su transcurso. Y su consistencia de lo real aporta la sensación de los simultáneos límites entre la intermitente percepción y lo incierto de lo imperceptible.
           La mejor oferta ha sido una de las películas de mayor éxito en Italia en los últimos tiempos. Y creo que también muestra cómo todavía el cine puede analizar aspectos artísticos y filosóficos de manera intensa, y no sólo ser un medio al servicio de la comunicación de masas o del arte en general.


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