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La risa (I). Bergson: el círculo de la comedia, el hilo de la tragedia



     En su ensayo de 1899, Le rire (La risa), Bergson ofrece una distinción entre dos importantes géneros dramáticos: la tragedia y la comedia, una diferencia en la cual, no obstante, deja abiertos ciertos hilos que ponen en comunicación y en relación algunas particularidades de ambos. La suya es una delimitación que resulta de gran importancia para los tiempos en que vivimos, marcados por ritmos que oscilan entre un lado y otro de esa estructura, y donde a diario nos exponemos a experimentar las tragedias más apocalípticas o a introducirnos en cualquiera de las nuevas comedias de masas, y donde a la hora tanto de vivir como de experimentar hechos culturales, realizamos elecciones vitales que parecen llevarnos en una o en otra dirección. Todo ello ha sido posible probablemente por la generalización de las pantallas cinematográficas, la mundialización de la televisión y la generalización de los grandes espectáculos de masas, entre ellos los deportivos (aunque ése sea otro tema que deberá tratarse en otro momento, igual que su correspondiente análisis en relación con los nuevos medios de comunicación digitales).   



    En la definición de Bergson, los géneros del drama y la comedia aparecen relacionados con la vida, aunque uno lo hace con la continuidad, la identificación y el sentimiento hacia los otros, en lo que llama «emoción» y «piedad» (en el caso de la tragedia), y el otro se lanza a la discontinuidad, la distracción y la separación del mundo (la comedia). Uno parece profundo; el otro, gaseoso, líquido, y sobre todo circular, repetitivo. Así, según la tragedia, la seriedad de la vida surge de nuestra capacidad de libertad, de afrontar la existencia conectando con las situaciones, con sus dramas y particularidades, buscando cumplir nuestro destino. Por su parte, la comedia se dedica a mostrar la debilidad y los límites de esa libertad, cubierta por hilos como de marioneta, en la cual no nos queda más que sortear de manera evasiva la trampa de la sorpresa y las dificultades que se nos presentan al afrontar nuestro destino individual. Respecto a esta dualidad, y al hilo del ensayo de La risa, veamos cómo son sus correspondientes y contradictorias relaciones, tanto en la vida como en el arte.


      La idea central de La risa conecta con la división canónica clásica entre comedia y tragedia, aunque de una manera sustancialmente distinta y atribuyendo concesiones a la comedia que sólo podrían darse en un pensador relativamente abierto a lo moderno y situado entre los siglos XIX y XX. En efecto, para Bergson, lo cómico tiene algo de estético, surge, como el arte, en el momento en que la sociedad no piensa sólo en su mera conservación (algunos pensadores defienden que el origen biológico de la risa pudo estar en la expresión de alivio tras sufrir algún peligro, en cuanto acto de ceremonia grupal). Sin embargo, aunque las situaciones no causen risa si no somos capaces de ver en ellas un espectáculo, lo cómico no pertenece del todo al arte, ni es un «placer puro […] exclusivamente estético, absolutamente desinteresado. Lleva consigo una segunda intención que la sociedad tiene para con nosotros, si es que no la tenemos nosotros mismos». En un primer momento, la risa se instala en un centro temático desde el cual alcanza a ver el horizonte y los límites de lo trágico, en el cual comparte también categorías artísticas y desde el cual puede interactuar con ellas, pero asimismo resulta finalmente posible sólo gracias a una accidentada sociología de lo humorístico: establece un puente entre la tragedia y la comedia, para después dinamitarlo. Enfría el drama y, en lugar de generar un circuito de autocrítica común que se retroalimente entre ellas, pulveriza finalmente los sentimientos.


    La risa parte de unos momentos de sensibilidad comunes con la tragedia (la inteligencia debe quedar en contacto con otras inteligencias, necesita de un eco que quiere prolongarse, repetirse gradualmente en el otro, servir de ejemplo), pero al final resulta una forma ideal de evadir la amenazante implicación con los otros, se vuelve indiferente a la escena. En Bergson, desde luego, es recurrente la identificación de la risa con un tipo de función artística imprescindible: lo cómico «se dirige a la inteligencia pura y simple», pero también exige algo así como una «anestesia del corazón»: le atribuye una conexión con la insensibilidad del público para, finalmente, en el «grupo», hacer de la risa una forma de recriminación del risible, de aquello de lo que nos reímos. El fin de la carcajada no es que quien tropieza y cae elija un sendero nuevo, tragicómico en último extremo, sino que se prive de salir del sendero que el grupo le marca; en ese sentido, la risa es una amenaza.


    ¿Qué nos produce entonces la risa? Aquello que no acaba de estar en sintonía con el presente y que se queda atrás en el pasado, el distraído, el inconsciente, el autómata, la disposición de cualquier persona a ser imitada. ¿Y qué la hace estallar en carcajada? Su capacidad de humillar, de advertir de una falta y de dar cohesión a un grupo con relación a sus miembros y con relación a los que están fuera de él. Para Bergson, lo cómico requiere para despertarse de una cierta conexión simpática con el objeto de la risa (éste es uno de los fundamentos del surrealismo), pero también de un cierto adormecimiento de la sensibilidad que cumpla la función social que le caracteriza. Podemos hallar aquí, en la vulgarización de la comedia moderna, el germen de la distracción contemporánea de masas, sobre todo como género aglutinante y evasivo de otros géneros. Hemos de decir, en su defensa, que el drama, por su parte, tanto como el surrealismo, reclaman una actitud sobre todo personal, y no una acción grupal masiva. El personaje digno de compasión es integrado en un proceso individual heroico, solitario pero solidario. De una manera muy básica, podríamos diferenciar entre el sentido del humor, el reírse de uno mismo, y la carcajada, el reírse de otro que caracteriza al grupo. 

    En este punto sería conveniente hablar de la visión del arte de Bergson, y cómo se instalan estos dos géneros dramáticos en su centro. En su ensayo, señala que «el arte no tiene más objeto que apartar los símbolos útiles desde el punto de vista práctico, las generalidades aceptadas convencional y socialmente, todo lo que en suma, nos oculta la realidad, para ponernos frente a la realidad misma. […] El arte no es seguramente más que una visión más directa de la realidad». De modo que es en ese centro donde se instalan la risa y el drama: donde ambos tienen cabida, y cada uno de ellos tiene su velo. Para Bergson, distinguir estos dos velos es «la parte más importante de nuestra tarea».

    Así, en el drama, el poeta trágico abre el arte sin llamar la atención sobre la materialidad de sus héroes, «hay estados del espíritu que nos conmueven en cuanto los conocemos, y eso impide su comicidad». Allí se expone un estado del alma que se encamina poco a poco a que lo tomemos en serio, un sentimiento que permite a la emoción comunicarse con el resto de la psiquis, una persona entera que actúa, un paso gradual entre el sentimiento y la acción, un deslizamiento a lo largo del hilo que va del sentimiento al acto. El arte dramático nos pone frente a la realidad misma: busca y consigue poner a la luz una realidad profunda que las necesidades de la vida nos ocultan, a menudo en nuestro propio interés (las explosiones de sentimientos violentos podrían ser habituales, pero es útil que se eviten, y el drama nos proporciona el placer de soñar con esas explosiones bruscas sin sus consecuencias, encontrar de nuevo su parte más íntima). Tanto si debilita la sociedad como si refuerza la naturaleza, persigue el mismo objeto: descubrirnos una parte oculta de nosotros mismos. Nos interesa lo que se nos ha hecho entrever de nosotros mismos, las cosas nuestras que habrían podido ser y no fueron. Se nos impone como digno de imitación; la obra nos sirve de lección.

   
    Pero el exceso de drama, y ahí el guiño de Bergson a la modernidad, es la búsqueda de un fondo que no termina de encontrarse; el destino que los románticos buscaban en el ser humano termina por convertirse en objeto de parodia. El fondo se abre momentáneamente por medio de la risa, pero de otro modo: lo cómico expresa ante todo «una determinada inadaptación particular de la persona a la sociedad», señala la locura que se puede corregir, la que es producto del ensueño, el absurdo cómico, la quimera del Quijote. En el ensueño, el espíritu, enamorado de sí mismo, sólo busca un pretexto para materializar sus imaginaciones; no recuerda para interpretar lo que perciben sus sentidos, percibe para dar cuerpo al recuerdo por él preferido. Por ello, las ilusiones de la vanidad y el ridículo se sitúan en el centro de la risa, y ésta cumple la función de hacer que el distraído y su público adquieran conciencia de sí mismos. La comedia, así, brota de resaltar parecidos, de ofrecer tipos, de alcanzar el exterior de las personas, de mostrar aquello por lo que muchos se ponen en contacto y llegan a parecerse. La individualidad del héroe trágico, única en su género, pasa así de lo trágico a lo cómico cuando se aisla el sentimiento y se impide a la emoción comunicarse con el resto del alma (la avaricia en Molière), cuando se evita un estado del alma que reclama que lo tomemos en serio, que no pide fin alguno, ni provecho.  


    Y éste es justo el punto en que comienza también el exceso de comedia, el punto en que se mantiene sistemáticamente la indiferencia. Comenzamos por invitar a lo que nos divierte a divertirse con nosotros, lo tratamos como amigo; el risueño posee una apariencia de bondad. Hay un momento de distensión, un juego de ideas. Nuestro primer impulso es asociarnos a ese juego, descansar de la fatiga de pensar. Recibimos la deformación como una caricatura de nosotros mismos: el cómico nos hace reír porque nos permite una proyección y una descarga de la tensión ante lo que nos representa. Pero sólo descansamos un instante. La simpatía que hay en la impresión de lo cómico es fugaz: la risa se vuelve de espaldas al arte, no rompe con la sociedad y retorna a la simple naturaleza. Quien ríe «entra enseguida en sí mismo, se afirma a sí mismo con más o menos orgullo y tendería a considerar la persona del otro como una marioneta cuyos hilos tiene en sus manos». El cómico nunca busca su propio ridículo, sino que adormece nuestra sensibilidad con ensueños, poniendo de manifiesto el ensueño de sus personajes. Corta nuestra simpatía en el momento de manifestarse, evita que la situación se tome en serio. «La sociedad responde a las impertinencias con la risa, que es a su vez una impertinencia todavía mayor»: la risa no es benévola, devuelve mal con más mal. La sociedad se venga de las libertades que se han tomado con ella, aunque a menudo «castigue los excesos azotando a los inocentes y dejando impunes a los culpables, sin poder hacerle a cada caso el particular honor de examinarlo por separado».

   
   En esa presunción de la carcajada de masas, pervive todavía uno de los males del siglo XX, algo que ni las «nuevas» relaciones sociales, ni las «nuevas» propuestas culturales, ni siquiera las posibilidades tecnológicas que se nos abren hoy, parecen querer o poder impedir. Basta con salir a la calle: las carcajadas urbanas, tanto como las carcajadas rurales, son cada vez más sonoras y ridículas, son como risotadas bufonescas que contrastan con el silencio trágico, tanto de los excluidos de la vida social, sometidos a una tragedia involuntaria y sin posible redención ni catarsis, como de todos aquellos que soñaron en algún momento con apropiarse de su vida y pasar por la lucha y el conflicto de la continuidad. Se echa cada vez más de menos cualquier tipo de impulso de libertad compartida con los otros, trágico, como no podría ser menos, tanto como de autocrítica, cómica, por supuesto, con capacidad de reírse de uno mismo y de utilizar el sentido del humor para conectar con optimismo con los demás.

Referencias de lectura

Henri Bergson, La risa, Madrid, Alianza Editorial, 2008.
Fotografías de Tomás Caballero


Comentarios

  1. Interesantísima reflexión, que me retrae a la lectura de esta obra de Bergson en mi adolescencia (demasiado temprano para comprenderla, sin los referentes necesarios). Si hubiera de quedarme con una de tus afirmaciones, eligiría esta: "Las carcajadas urbanas, tanto como las carcajadas rurales, son cada vez más sonoras y ridículas, son como risotadas bufonescas que contrastan con el silencio trágico, tanto de los excluidos de la vida social (...) como de todos aquellos que soñaron en algún momento con apropiarse de su vida y pasar por la lucha y el conflicto de la continuidad".
    Hago este comentario desde la isla de Rodas, donde muchos siglos atrás tragedia y comedia tenían un sentido muy concreto y muy diferente del que se les suele dar hoy.
    Gracias por haberme hecho disfrutar, con calma y sin prisas (como sólo se puede hacer estando lejos de casa, descansando después de una larga caminata), de este artículo, y un abrazo.

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  2. Hola,

    He visitado tu blog y me ha resultado interesante e ilustrativo. Me ha encantado especialmente el comentario sobre la dualidad tragi-cómica de la vida. También me gusta la mezcolanza estética-sentimiento-pensamiento que transpiran tus artículos. Para tí será mi primer voto, pues has logrado atrapar mi atención con tus palabras y con sus sentidos. ¡Gracias por ello!

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  3. Me pasa que cuando leo entradas como las de este blog, me quedo muda... no puedo articular ni media palabra, ni un gemido... ¡nada!!

    Conste que esto que salió así, fue producto de un esfuerzo sobrehumano.

    Saludos respetuosos y agentinos :-)

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  4. Gracias por vuestros comentarios, Albert, Manuel y Pancarta. Mi mayor satisfacción después de escribir cualquiera de mis entradas es la de encontrar un oído y una voz en otros puntos de la red y del espacio. Con ello se da por cumplida la meta que pretenden los textos de Estética en tiempo de Edición... y es ahí justo donde empieza el interés de completarlos, de establecer un posible diálogo y abrir un pasillo de sensibilidad donde entre y salga un poco de aire fresco. Con ello se animan las ganas de continuar escribiendo.
    Respecto a lo que dices, Pancarta, no sé si consideras esa sensación de mutismo positiva o no. Si tu silencio te conecta con este texto (en silencio) me daré por halagado, pues no es necesario hablar (y creo que hay silencios que dicen más que muchas conversaciones); de hecho, muchos de los silencios (de comentarios) a las entradas de este blog me resultan francamente llenos de contenido, aunque siempre pudiera alegrarme cruzar unas frases llenas de sentido con alguien. Por el contrario, si tu mutismo es por la oscuridad del texto, o por algún tipo de espesura en él, te agradecería eternamente cualquier comentario que puedas hacerme. Además, por supuesto, y todavía mejor, sería ideal contar con tus impresiones sobre este tema de la entrada, el de la risa y el drama... sobre el cual quedan muchas cosas que decir. Mientras tanto, gracias por tu espontaneidad.
    Un abrazo a todos.

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